Llega la 14ª investidura del español contra viento y marea, contra toda lógica, después de un tortuoso proceso preparatorio y de las penalidades que le provoca ese escafoides maldito, esa lesión congénita que le zancadillea a diario y que, pese a todo, no puede con él. Ocurra lo que ocurra, en París se alinean los astros. El español, 36 años y mil batallas a las espaldas, cuerpo magullado, resuelve la final contra Casper Ruud sin vacilaciones (6-3, 6-3 y 6-0, en 2 horas y 18 minutos) y eleva ante la grada francesa su 22º Grand Slam, dos ya por delante del suizo Roger Federer y el serbio Novak Djokovic, que lo presencian desde el sillón. Se encumbra otra vez él, el campeón más veterano en la historia del grande francés, 92 trofeos ya en las vitrinas y dos grandes de dos en este 2022 (Abierto de Australia y Roland Garros), y da una nueva vuelta de tuerca a la razón. La pulveriza. Lo predica su tío: no maten ya a Rafael. No aún.
Todo acompaña a Nadal, desde el minuto cero. Lo hace hasta la meteorología, que ante un día tan señalado rectifica y recula de entrada: en contra de las previsiones, las nubes no escupen agua en el distrito XVI e incluso se asoma tímidamente el sol al inicio, tan deseado siempre por el mallorquín. Le sienta de fábula el calorcillo y también el arrope sin medianías de la grada, que lo recibe con una ovación atronadora y entona el himno de estos días, que no el de otras épocas: “¡Ra-fa, Ra-fa, Ra-fa!”. De ahí se pasa al Bella Ciao, pero ni por esas puede recuperar el sitio perdido Ruud, partisano él, resiliente y combativo, muy académico en los intercambios pero absorbido casi de inmediato. Apenas ha empezado la historia y ya rema en contra. Cuesta arriba y solo han transcurrido 10 minutos.
Eso sí, ni una mala cara del noruego, al que la mística del rival y la magnitud de la cita le penalizan en los primeros compases. Excesivamente dócil. Jugando a lo mismo que Nadal, el desenlace está escrito de antemano; de tú a tú, el desafiante siempre va a salir perdiendo; muy buenas maneras, sí, pero el bueno de Casper responde con balas de fogueo y el español empieza a salivar cada vez que se enreda un poco el intercambio porque en ese territorio tiene todas las de ganar. Sin un plan alternativo para hacerle daño, el partido se traduce en un cómodo desfile hacia la 14ª Copa de los Mosqueteros. Tic-tac, tic-tac, tic-tac, y el balear emitiendo esos rugidos rasgados de buen augurio. La banda sonora de la primavera en el Bois de Boulogne.
A Ruud le cuesta calibrar, tarda en despertar el brazo y, por si fuera poco, percibe rápidamente que el guion de hoy tiene un solo sentido y que el público francés lo considera un mero elemento de atrezzo, la transición necesaria entre lo que se desea y lo que materializa. Ya ha perdido el primer set y Nadal, que no ha precisado de grandes brillos, sino practicidad y esencialmente buen hacer para anotárselo, campa a sus anchas por la central y se entretiene moviendo el ovillo de lana de un lado a otro, instinto felino, bocado de tiburón. El Gran Blanco del tenis. Un escenario a pedir de boca. Conoce a la perfección al chico, que ingresó con 19 años en su academia y con 14 lo admiraba desde la grada de la Chatrier, mucho respeto de por medio. Alumno ejemplar el noruego, al que la rebeldía le dura un suspiro.
Una trituradora de rivales
Suena desde una tribuna lateral un “¡Viva España!” sonoro, y tiene continuidad en la de enfrente: “¡Y viva el Rey!”. Se repite el grito un par de veces, como si fueran Las Ventas. Pero viendo que el duelo se puede terminar demasiado rápido y que está perdiendo excesiva miga la final, el respetable parisino da una palmada en la espalda al nórdico, que agradece el capotazo (con acústica gutural, “¡Ruuuuuuuuuud!”) y, de repente levanta la voz: 3-1 arriba en el segundo. Un espejismo. 3-4 por detrás. Haga lo que haga, ahí estará siempre Nadal para pegarle más duro a la bola, para llegar un poco antes y para devolver una más. No hay más ley en la Chatrier que la de él, amo y señor, el hombre que viste de pistacho y se come a todos los adversarios a bocados.
Es largo el listado, son 14 nombres: Puerta, Federer (4), Soderling, Djokovic (3), Ferrer, Wawrinka, Thiem (2) y ahora Ruud, el último en la nómina de ilustres que lo intentaron. Nadie ha podido conseguirlo. No en una final. Cuando tiene la presa por delante, no falla Nadal, ya pueda hacer frío o calor, llover, granizar o nevar, haya más o menos humedad, techo o no. Poco importa. Sea cual sea el formato y sea cual sea la oposición, casi siempre acaba abriéndose paso. Solo tres excepciones, las de Soderling (2009) y Nole (2015 y 2021); el resto, una trituradora. Una máquina de picar rivales. 112 victorias en 115 partidos (97,3%). Únicamente Bjorn Borg, fuente de inspiración, logró un porcentaje similar en París, donde el legendario sueco, el enigmático bloque de hielo, se apuntó seis títulos y 49 de los 51 pulsos (96%) que disputó entre 1973 y 1981. Una barbaridad. Y superior lo del balear.
No hace falta en este cruce con Ruud la heroicidad. El joven, sexto del mundo, muy loable su ascensión y el que más victorias (66), más finales (9) y más títulos (7) ha logrado en los dos últimos años sobre arcilla, firma una doble falta y entrega un segundo set que ha rebatido con más pundonor que convicción. Quiere, pero no puede. No hay manera. Tiene estilo, golpes, físico y apetito, pero al poner pie en la pista se ha metido en un callejón sin salida. Se apropia Nadal de la tarde y remata esta última epopeya sin distracciones, en línea recta, de principio a fin. Serio-serio, que el pie izquierdo no está para historietas y a la vuelta de la esquina está el mañana, y al mallorquín todavía le pica el gusanillo y le recorre el cuerpo la adrenalina. Quiere todavía más, no se rinde. Persiste e insiste. ¿Hasta dónde podrá llegar? Una incógnita.
Oficio, épica, ráfaga y caramelo
En cualquier caso, expresan este torneo y este curso una evidencia: no hay mejor competidor que él, quien a pesar de haber estado tres años y medio postrado amargamente en la enfermería —contabilizando lesiones y contratiempos de toda índole, de las rodillas al apéndice—, luce en solitario en lo más alto. Emprendió la temporada mirando de reojo al finiquito y aterrizó en el grande francés con muchos más interrogantes que certezas, sin haber ganado un solo trofeo sobre tierra y después del enésimo azote de Müller-Weiss; sin embargo, a la hora de la verdad, nadie ha podido con él.
Daniil Medvedev se diluyó ante su grandiosidad en Australia y Djokovic se derritió cual azucarillo en los cuartos del martes. Lejos de su mejor versión, Nadal ha ido imponiéndose a todo y a todos, con oficio en el arranque, épica frente a Felix Augger Aliassime y una extraordinaria ráfaga inicial contra el serbio; se benefició de la desdicha del malherido Zverev y Ruud fue un caramelo en el episodio definitivo, durísimo correctivo para él en la manga final.
Se termina este último viaje con un revés que besa la línea del pasillo y llega el abrazo en la red, sentido porque Casper, el chico aplicado de la academia, es muy buen tipo y el rosco duele. Se emociona Nadal, llora a moco tendido su hermana Maribel y se felicita su equipo en el box. Sucede otra vez, contra todo pronóstico, por más que el rey sea el rey. Contra cualquier lógica y todo lo especulado a lo largo de las últimas semanas, París vuelve a aclamar al campeón imperecedero.
Y pese a todo, él, Nadal.
Con información de El País.