Por: Martín Hernández
El hallazgo de un centro de exterminio en Teuchitlán, Jalisco, ha puesto en evidencia una realidad aterradora y brutal: la desaparición y asesinato sistemático de personas en México. En este lugar, identificado como el Rancho Izaguirre, se descubrieron hornos clandestinos utilizados para la cremación de cuerpos, lo que sugiere un nivel de violencia estructurada y normalizada. A pesar de la magnitud del horror, la reacción social y gubernamental ha sido tibia, reflejando una preocupante indiferencia.

El 15 de marzo, diversos colectivos de búsqueda y organizaciones de derechos humanos convocaron a actos de conmemoración en todo el país, buscando honrar la memoria de las víctimas y exigir justicia. Sin embargo, la respuesta fue desalentadora. En San Luis Potosí, la asistencia fue mínima, y en varias otras ciudades las manifestaciones se realizaron en espacios semivacíos, exceptuando lugares como el Zócalo en la CDMX, que tuvo una gran asistencia. Esta falta de participación sugiere que, aunque la violencia se reconoce como un problema, no se dimensiona su gravedad ni se traduce en una movilización contundente.
La indiferencia no solo se observa en la sociedad, sino también en las autoridades. Más allá de declaraciones protocolares, no hay una respuesta firme ni un compromiso real para frenar estas prácticas de exterminio. La impunidad sigue siendo la norma, permitiendo que estos crímenes se repitan sin consecuencias. La ausencia de políticas efectivas para enfrentar la crisis de desapariciones refuerza la idea de que la violencia es parte del paisaje cotidiano.

Este fenómeno se puede entender a través del concepto de “industrialización de la violencia”, que describe cómo la violencia se vuelve un mecanismo sistemático dentro de una sociedad, al punto de integrarse en sus estructuras económicas, políticas y sociales. En México, esta industrialización se manifiesta en redes de tráfico de personas, desapariciones forzadas y centros de exterminio operados con una eficiencia escalofriante. La violencia deja de ser un acto aislado y se convierte en un proceso organizado, en el que la muerte es tratada como una estadística más.
Frente a este escenario, la pregunta es: ¿hasta cuándo se permitirá esta normalización? La sociedad no puede seguir viendo estos crímenes con indiferencia ni permitiendo que las conmemoraciones por las víctimas se conviertan en actos simbólicos sin impacto real. Es urgente romper con la pasividad y exigir un cambio estructural que impida que la violencia siga funcionando como una industria impune.