Por: Martín Hernández
México enfrenta una crisis hídrica sin precedentes. La combinación del cambio climático, la sobreexplotación de acuíferos, la mala gestión gubernamental y la indiferencia institucional han colocado al país en una ruta alarmante hacia la escasez total de agua en varias regiones. De acuerdo con la UNAM, el volumen de agua por habitante en el Valle de México ha disminuido de 191 metros cúbicos en 2005 a apenas 139 en 2025, con un pronóstico aún más bajo en los próximos años. La sequía ya afecta severamente a 32 distritos de riego, paraliza cultivos, frena actividades económicas y acelera la migración interna.
Las señales del colapso son visibles. La falta de lluvias, las presas con niveles históricamente bajos y los cortes constantes en la distribución urbana son solo los síntomas más inmediatos de un fenómeno más profundo. El cambio climático ha modificado drásticamente los ciclos hidrológicos; las lluvias, cuando llegan, son torrenciales y poco útiles para recargar los mantos freáticos, mientras que los períodos de sequía son más largos y extremos. A ello se suma un uso desproporcionado del agua: el 76% del consumo nacional corresponde al sector agropecuario, en muchos casos mediante prácticas obsoletas e ineficientes.

En paralelo, la infraestructura hídrica nacional es deficiente. Se calcula que hasta el 40% del agua potable se pierde por fugas en las redes de distribución. Las inversiones públicas en mantenimiento y modernización han sido mínimas en las últimas décadas. En 2023, el presupuesto de la Comisión Nacional del Agua (Conagua) se recortó un 12.6%, justo en el momento en que la emergencia requería un refuerzo de recursos y planeación. Además, se han documentado omisiones sistemáticas en la regulación de concesiones hídricas a empresas agrícolas e industriales, muchas de las cuales agotan y contaminan fuentes locales sin consecuencias reales.
Comunidades enteras en estados como Nuevo León, Chihuahua, Morelos y la Ciudad de México enfrentan restricciones prolongadas. Las escuelas suspenden clases por falta de agua, los hospitales improvisan su funcionamiento y la población se ve obligada a pagar altos costos por pipas privadas. A nivel ambiental, la desaparición de glaciares en el Iztaccíhuatl, el Popocatépetl y el Pico de Orizaba refleja el alcance del daño: de los 18 glaciares que había en el país, apenas sobreviven tres. Sin estas reservas naturales, el desbalance hídrico será aún más extremo.

A pesar de esta situación crítica, las respuestas institucionales han sido fragmentadas y, en muchos casos, ineficaces. La Conagua, lejos de coordinar una política nacional coherente, ha dejado la responsabilidad a los estados y municipios, lo que ha generado soluciones dispares, improvisadas y sin visión de largo plazo. Organismos internacionales como la FAO y la ONU han advertido que México podría enfrentar desplazamientos masivos y conflictos sociales si no toma medidas urgentes.
¿Qué se puede hacer? En primer lugar, es indispensable una reforma profunda en la gestión del agua que ponga fin a la fragmentación entre instituciones y que promueva la equidad en el acceso al recurso. Se necesita modernizar la infraestructura, sellar fugas, automatizar procesos de distribución y captar el agua de lluvia de forma eficiente. También es urgente revisar el modelo de concesiones privadas, limitando los privilegios industriales en zonas con estrés hídrico y sancionando el desperdicio y la contaminación.

El papel del Estado debe ser el de garante y regulador. No basta con exhortar a la población a “cuidar el agua”; hace falta una política pública robusta que frene la expansión desmedida de megaproyectos agrícolas, exija a las industrias el tratamiento adecuado de sus residuos y promueva la innovación tecnológica en el uso del agua. Además, debe impulsarse una estrategia de educación y conciencia a largo plazo que transforme la relación de la sociedad con el agua, no solo como un bien de consumo, sino como un derecho humano.
México no puede darse el lujo de normalizar la escasez. La crisis hídrica no es un fenómeno lejano, es una realidad que ya está moldeando el presente del país. Si no se actúa de forma urgente y decidida, lo que hoy parece una emergencia podría volverse la nueva condición permanente, un país de millones de habitantes donde cada gota de agua se convierta en un lujo reservado para unos pocos.