El dolor tiene nombre, edad y uniforme escolar. Lo lleva un niño del municipio de Villa de Pozos, alumno de la escuela Benito Juárez, quien durante un año fue blanco de burlas, insultos y finalmente, agresiones físicas. El bullying, una palabra que a veces se pronuncia con ligereza, aquí tiene consecuencias reales: una infancia quebrada, una madre desgastada y un sistema que mira hacia otro lado.
La madre del menor, con la voz entrecortada y los ojos cargados de impotencia, decidió hablar. Denunciar lo que muchas veces se ignora, lo que se calla por vergüenza o desesperanza. Su hijo fue víctima de agresiones verbales constantes durante meses. Nadie intervino. Nadie escuchó. Solo cuando los insultos se convirtieron en golpes, alguien levantó la mirada. Pero fue tarde.
El agresor, según se ha justificado, es un alumno diagnosticado con Trastorno por Déficit de Atención (TDA) y autismo. Sin embargo, esto no debería ser excusa para la inacción. La madre denuncia que la escuela no implementó ningún plan de contención, ni estrategias de convivencia, ni apoyo especializado.
El camino que emprendió en busca de ayuda se convirtió en un laberinto burocrático. Tocó puertas en el municipio, fue canalizada a Orivalle, luego al DIF municipal de la capital. Y después, nada. El silencio. Ese que duele tanto como los insultos. En Villa de Pozos, asegura, no hay personal psicológico disponible para atender estos casos. El sistema no está preparado. Y mientras las instituciones se pasan la responsabilidad unas a otras, las familias quedan solas.
El caso ha llegado incluso hasta el gobernador. Pero la respuesta sigue sin llegar. Mientras tanto, su hijo ya no quiere regresar a la escuela. Ha perdido más que clases. Ha perdido seguridad, confianza y la alegría de aprender.
Este no es solo un caso aislado de acoso escolar. Es una señal de alerta. Es un llamado urgente a revisar cómo se están enfrentando —o ignorando— los conflictos dentro de los planteles educativos. Es también una denuncia contra un sistema que revictimiza al no actuar, que minimiza el sufrimiento infantil, que deja a las madres hablando solas en pasillos de oficina.
La historia de este niño no debe ser una más en el montón. Es un espejo de una realidad que duele, pero que se debe mirar de frente. Porque el silencio institucional también deja cicatrices.